Por: Mgtr. Katherine Alcívar P., Psic.
“Guayaquileño, madera
de guerrero” es más que una frase. Es identidad que atraviesa generaciones,
presente en el habla cotidiana, en las fiestas cívicas y en la forma en que nos
relacionamos y enfrentamos las dificultades de la vida. Se ha construido a partir
de historias y experiencias compartidas, y ha servido como una fuente de
autoestima colectiva. Sin embargo, ahora que el tejido social parece
debilitarse en muchos sectores, vale la pena preguntarse si el orgullo local
sigue siendo un refugio emocional para los jóvenes y qué función cumple la
identidad guayaquileña en su salud mental.
La identidad colectiva
es más que una etiqueta, es una forma de interpretar el mundo y nuestro lugar
en él. Cuando una persona se siente parte de un grupo que valora su historia,
su cultura y sus logros, favorece el desarrollo de su autoestima y una mejor
capacidad para afrontar el estrés. Por eso, ser guayaquileño no se limita a una
ubicación geográfica, sino que también implica una narrativa compartida que
puede fortalecer emocionalmente a quienes se reconocen en ella.
Las generaciones
anteriores crecieron con referentes claros. El barrio funcionaba como una
familia extendida, la historia local se celebraba con orgullo, los juegos en la
calle fortalecían los lazos entre vecinos y las fiestas populares eran
verdaderos espacios de encuentro. Aunque muchos de esos vínculos han disminuido
con el tiempo, no han desaparecido por completo. Todavía existen expresiones
culturales, prácticas comunitarias y momentos compartidos que permiten a la
juventud sentirse parte de algo más grande y significativo.
Aun así, en medio de
esa búsqueda de pertenencia surgen contradicciones. Ha ganado fuerza la figura
del “sabido”, esa persona que resuelve las cosas por su cuenta sin importar si
afecta a los demás. Esta forma de actuar privilegia la astucia individual por
encima del bienestar común y genera confusión entre los jóvenes, quienes
observan modelos opuestos entre la solidaridad barrial que aún persiste y la
lógica del sálvese quien pueda que se impone en muchos espacios. Cuando lo
colectivo pierde valor, también se debilita el sentido de pertenencia y con él,
la salud mental se ve afectada.
Por esto es necesario
fortalecer una identidad guayaquileña que rescate lo mejor de su historia, esto
ayuda a cuidar el bienestar emocional de las nuevas generaciones. Recuperar
valores como la calidez, el ingenio, la resiliencia y la alegría puede ayudar a
reconstruir vínculos y ofrecer a los jóvenes una base sólida para sentirse
acompañados y parte de una comunidad. Reconocerse en una historia que no
idealiza el pasado, pero que tampoco niega lo valioso que aún perdura, puede
darles sentido, orgullo y esperanza.
Incluso detenernos a
pensar en lo que significa ser guayaquileño es más que un acto de memoria. Es
una forma de contar quiénes somos y de reconocer que nuestra historia está
hecha tanto de momentos difíciles como de gestos de fortaleza y humanidad.
Guayaquil ha sido y puede seguir siendo una ciudad grande, próspera y cálida,
siempre que quienes la habitamos elijamos sostener lo que nos une.