Por: Ramiro Aguilar Torres
La sociedad ecuatoriana está armada y es
violenta. Es una violencia social producto de enormes desigualdades económicas
y del fracaso del Estado en dar a decenas de miles de jóvenes una posibilidad
real de salir de la pobreza y el desamparo. Estamos viviendo una guerra en las
calles. Un conflicto sin doctrina, sin reglas. Se combate por territorio para
la venta de droga al menudeo; por las rutas y las caletas del gran tráfico. La
carne de cañón de esta guerra la ponen las bandas criminales: Lobos, Choneros,
Tiguerones, Chonekillers, etc. Todas son brazos armados de los carteles de la
droga colombo/mexicanos.
La Policía Nacional es un actor de la guerra en
las calles; de eso no me cabe la menor duda. También es un actor de la guerra
en las cárceles. Su papel parece estar reducido a la inacción voluntaria; a
dejar abandonada la cárcel y la calle por horas mientras las bandas se
despedazan. Su acuerdo con las bandas aparentemente es permitir el ingreso de
armas de alto poder de fuego a las prisiones.
En la guerra de bandas los combatientes se
llaman sicarios; personas dispuestas a ejecutar a otras por dinero. Por ahora
los sicarios están movilizados por el narco; ¿qué pasará cuando una de las
bandas venza y no haya tanto trabajo para la industria del sicariato? Pues se
diversificará y pasará a operar por su cuenta en cobranzas, pleitos de
alimentos, divorcios tormentosos, pendencias con el médico que operó mal o el
abogado que no defendió bien.
La Policía Nacional atrapa a los sicarios casi
con desgano; la Fiscalía publicita las formulaciones de cargos contra los
gatilleros; pero nunca aparece el móvil del crimen o el ordenante de la muerte.
Los jueces condenan a los autores materiales y llenan las cárceles con la
infantería de las bandas, trasladando el conflicto al presidio. Como ustedes
pueden ver, es un círculo vicioso que nadie se atreve a romper.
En este punto del artículo quisiera hacer una
pequeña reflexión.
¿Qué pasaría si, de pronto, todas las bandas se
unieran e hicieran una proclama política: combatir al Estado? Inmediatamente la
cosa tendría otro tinte. El sistema político y económico se sentiría afectado.
Actuarían al unísono Fuerzas Armadas y Policía, algunas embajadas y sus agentes
en el Ecuador. Se intervendrían teléfonos; se infiltrarían; se harían
detenciones judiciales o extrajudiciales; todo lo legal y lo ilegal sin el
menor escrúpulo con tal de desbaratar la amenaza al sistema. Así ha sido, así
será.
El sistema se defiende cuando se pone en riesgo
el dominio de los poderosos; la propiedad de la clase media y los privilegios
de la prensa. En suma, el control del Estado y sus grandes negocios. El sistema
no defiende a los pobres; de hecho, para ellos, es absolutamente válida la
reflexión de Hobbes a la que suelo volver cada cierto tiempo: “La vida del
hombre (marginal) es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve”. Atacado el sistema con proclamas ideológicas
y actos violentos, los grandes medios de comunicación desatarían la histeria
colectiva; presionarían al gobierno por represión, seguridad y paz.
La guerra del narco no ataca al sistema, lo
convalida. El capitalismo salvaje, incapaz de incorporar decenas de miles de
jóvenes en el aparato productivo y en la educación formal, permite que se
desfoguen esas presiones en la economía subterránea del narco, ya sea
embruteciéndolos en adicciones o permitiendo un breve alivio a su triste vida
mediante el dinero rápido.
Al sistema le gusta la corrupción, le fascinan
los funcionarios comprables, porque para el sistema la legalidad y los derechos
son una mera formalidad que debe cumplirse a rajatabla si eres pobre; pero que
admite un montón de excepciones si has nacido en la clase privilegiada.
¿Ahora entienden porque al sistema imperante en
el Ecuador le importa poco o nada la guerra terrible que se libra en las calles
y cárceles del país?
La misma guerra, la misma gente armada, con tan
solo una consigna política sería perseguida con ferocidad. Los narcos lo saben
bien. No enfrentan al sistema, lo usan, se valen de la corrupción de policías,
militares, funcionarios y dignatarios.
La cuestión radica en que cuando se cansen de
ver morir a sus amigos; cuando se den cuenta que la felicidad pasajera y rápida
del mundo del narco, si acaso llegan a viejos, no evita que lleguen pobres,
esquilmados por policías, jueces, abogados, etc. Cuando eso ocurra, las bandas
buscarán, abiertamente, controlar ciudades cada vez más grandes. Un país en
esas condiciones es violentísimo, peligroso, impropio para la inversión
extranjera, tierra de nadie. A los privilegiados no les importa, pero a la
sociedad en su conjunto debe importarle y mucho; por nuestra seguridad, por
nuestra economía, por nuestros hijos, por nuestra sobrevivencia; a menos que,
desde luego, como lo hacen los privilegiados todos los días, decidamos pactar
silentemente con el narco, bajar la cabeza y vivir de lo que haya.
No me vengan con el cuento de que el gobierno
del Ecuador no puede enfrentar al narcotráfico. No quiere, que es otra cosa. Si
esta violencia tuviera un matiz político actuarían enseguida sin hacerle asco a
los excesos. No lo hacen porque les conviene como desfogue económico y social;
como limpieza social y como negocio.