Dar de comer a los muertos constituye un ritual de herencia ancestral, celebrado cada 1 y 2 de noviembre entre los pueblos comuneros de la provincia de Santa Elena. Según Karen Stothert, los habitantes de la Península, como parte de su identidad histórica, han rendido culto a sus muertos desde la época de la cultura Las Vegas; es decir, hace 8000 años ya estaban preocupándose por tener a sus muertos con ellos. Y esta tradición parte de la idea de que todo el bienestar que se requiere para vivir viene de los ancestros[1].
La comida es el vínculo principal entre los vivos y los muertos, y es por eso que La Mesa de Difuntos es el elemento principal alrededor del cual se produce el reencuentro simbólico. Pan, chiricanos, bollos, tambores, tortillas de maíz, natilla, torta de camote, moros, “agua de muerto” o licor, chicha y café, acompañados de la música preferida y de los objetos pertenecientes al difunto, afeitadoras, cigarrillos, peines o “ropa sin pecar”[2], generalmente componen la mesa que siempre se encuentra adornada por manteles de algodón tejidos a mano y utilizados por generaciones únicamente en esta fecha.
El acto de “comer” es íntimo, y por eso los familiares cubren con toldos las mesas y evitan estar presentes cuando sus muertos los visitan. Según los pobladores, es fácil saber cuándo los difuntos se han alimentado, pues “la comida aminora, se seca, se chupa”. Finalmente, los alimentos son repartidos entre familiares, vecinos, amigos y entre todo aquel que, bajo la petición “ángeles somos, pan pedimos, del cielo venimos, y si no nos dan ya venimos”, toque la puerta de las casas para participar del ritual[3].
La vigencia e importancia de esta tradición es innegable, y los habitantes de la península que la guardan fielmente lo saben. Ellos hablan de este ritual como algo sagrado que debe ser transmitido y como un conocimiento heredado que debe ser respetado y por lo mismo, cuidadosamente difundido entre ámbitos no locales y turísticos.
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