Ramiro
Aguilar Torres
En la
cárcel de Santo Domingo de los Tsáchilas se ha producido una nueva masacre
carcelaria. Trece personas brutalmente asesinadas. Una noticia que espanta, se
diluye en la repetición de estos hechos que la policía intenta explicar cómo
riña entre bandas. Cuerpos decapitados, desmembrados y llamadas previas de los
presos a sus familiares despidiéndose o pidiendo ayuda. La frase riña entre
bandas y el número de muertos sella la cuestión. No importa la identidad de las
víctimas; o quién permitió el ingreso de armas a la cárcel; ni tampoco importa
porqué la policía no intervino sino hasta después de consumada la masacre. Un
hecho gravísimo que sigue teniendo el aroma de ejecución extrajudicial, queda
resumido en dos frases: riña en la cárcel; y trece muertos.
En un
país con una policía medianamente competente y con un servicio penitenciario
algo profesional, este tipo de hechos podrían prevenirse. Las dos instituciones
deberían tener información permanente de lo que pasa al interior de las
cárceles y grupos tácticos de reacción inmediata. No tienen ni lo uno ni lo
otro. Los presos llaman a sus familiares a pedir ayuda antes de que empiece la
escabechina y los familiares piden a la policía que intervenga. Lo tenebroso es
que la policía no hace nada. No previene el hecho (que podría hacerlo si tuviera
informantes) ni lo impide actuando inmediatamente. Parecería que una de las
bandas en conflicto tiene tanta influencia sobre la policía que le pide que no
intervenga. Solo escribirlo me da escalofríos. La policía como brazo armado de
un determinado cartel de drogas; y a la vez, esa misma policía, como brazo
armado de la derecha fascista reprimiendo civiles inocentes, es una pesadilla
que tiene el rostro de los Tonton Macoute del Haití de Duvalier.
Nos
hemos convertido en un país periférico, zona de frontera entre la barbarie y la
ley. No hay Administración Pública. Hemos abandonado la protección de los Derechos
Humanos. Sumidos en un odio político visceral nos olvidamos de algo básico: la
única razón de ser del Estado es la protección de todos los ciudadanos y
ciudadanas.
En
zonas de conflicto, sostiene Annette IDLER, “el crimen organizado es un negocio
despiadado y sus consecuencias inmediatas más evidentes son los brutales
asesinatos que infligen un gran sufrimiento a las comunidades”. Luego cita a
Linda GREEN, quien afirma que “…también aleja a los ciudadanos de un Estado que
no los protege, inhibiendo así la relación de mutuo fortalecimiento entre
Estado y sociedad que sustenta la seguridad ciudadana”.
La
misma realidad de las cárceles, se vive en las calles. Los asesinatos de niños,
víctimas colaterales del sicariato, son tan cotidianos que tampoco escuecen a
nadie. En el fuego cruzado, cualquier día nos toca a nosotros recibir el
balazo. Si no nos mata la bala, probablemente moriremos en espera de la
ambulancia o en la sala de emergencias de un hospital sin medicinas. El
desmantelamiento del Estado no nos ha hecho un país mejor; nos ha hecho un
territorio salvaje. Cada día el quiebre entre el ciudadano y el Estado es más
grande, dejando un vacío de gobernanza que lo ocupa el crimen organizado. Con
el tiempo, las propias bandas venderán protección. La cruel paradoja será que
esa protección vendrá vestida de uniforme.
La
descomposición nacional es muy rápida. El neoliberalismo es un chacal
melancólico que solo se anima cuando ve morir a los pobres; y ríe de gusto
cuando, además, se matan entre ellos. Alguien
debe comprender que esto debe terminar ya.