Cada día es más
complicado asegurar la vida, ya no digamos un futuro común, en un planeta que
no acierta a despojarse de sus miserias irresponsables y a despejar horizontes
claros. De ahí, lo importante que es alzar la voz en contra de este diluviar
mundano, verdaderamente catastrofista por su alcance global, que nos
deshumaniza y pervierte como jamás. Los actuales sistemas educativos, de salud
o productivos, hace tiempo que son ineficaces. Lo sabemos. Además, todos de
algún modo, nos hemos visto involucrados en estas injustas realidades. Sin
embargo, nos faltan actuaciones concretas, compromisos leales y sensatez en la
continuidad del trabajo por alcanzar otras atmósferas más armónicas, que nos
cercioren, cuando menos de tranquilidad, en un mundo excesivamente oprimido por
todo tipo de armas. Los Estados, desde luego, no se pueden desentender de estos
escenarios de desastre, ni tampoco desatender a su ciudadanía. Tiene que haber
una previsión gubernativa, en todo caso y siempre, sobre lo que puede hacer una
sociedad ante una situación de desastre.
Indudablemente, los naufragios no son para hacer dividendos,
han de servir para repensar sobre el acontecer de tantas esclavitudes y
explotaciones; pues, para asegurar la vida, lo prioritario es velar por la
seguridad de las personas, y también, por la sostenibilidad de las empresas y
los puestos de trabajo. En consecuencia, hay una gran responsabilidad social,
también de los gobiernos, de asumir cada cual sus funciones, para poder recuperar
y llevar a su plenitud, aquellos derechos pisoteados y deberes olvidados. No se
puede asegurar nada, si empieza por fallar esa natural comunión de amor, el
desprendimiento en la familia; o esa conciliación con la naturaleza de la que
formamos parte, también la omitimos, convirtiéndonos en meras máquinas sin
corazón alguno. Ahora bien, jamás hay que perder el anhelo de cambio, lo
importante es la convicción de rectificar, de hacer equipo, de trabajar unidos
para superar las divisiones.
Por eso, es significativo sembrar abecedarios de
esperanza, en la confianza de que las dificultades puedan convertirse en
fuertes promotoras de savia y de supervivencia en abundancia, transformando los
dolores en alegrías y las duras noches en días. Cuidar de la fragilidad de las gentes y de los
pueblos significa proteger la vida y dar luz, simboliza hacerse cargo del
presente en su situación más desdichada, y ser hábil para dotarlo de decencia,
lo que requiere que pueda obrar según su libre elección vivencial. Por
desgracia, el decoro de toda vida no se ha mundializado. Santa Teresa de Jesús,
aposto por “vivir la vida de tal suerte que viva quede en la muerte”; quizás,
porque justo en ese instante de morir, uno realmente comienza a estar, a
hallarse tiernamente y a coexistir eternamente.
En ese asegurar la existencia, nos va todo, la dignidad
es una palabra clave que tenemos que poner más en práctica los humanos, porque
significa avanzar en el reconocimiento de derechos inalienables, de los que
ningún ser humano puede ser privado; y, menos aún, en beneficio de negocios de
compraventa. Sin duda, es fundamental activar una cultura de obligaciones y de
derechos, que nos aleje de esa fuente de abandonos, de pérdida de vínculos, en
beneficio de multitud de conflictos y violencias. Precisamente, una de las
enfermedades que veo hoy más extendidas por el mundo, tal vez sea esa soledad
impuesta, envejecida por el dolor y la ansiedad de morir en vida, ausente de
este mundo insensible, que no sabe ni reencontrarse consigo mismo. A este
respecto, no podemos olvidar aquí las numerosas injusticias que sufren
cotidianamente esas gentes a las que se les impide su realización mediante un
trabajo decente. La vida es demasiado bella para que nos la echemos abajo unos
a otros. Quizás para vivir en la decencia
sea muy necesario haber aprendido a reconciliarse.
Aproximarse a esa diversidad de culturas y avenirse a un entendimiento, construido sobre los principios de solidaridad, de modo que prevalezca la ayuda mutua y el respeto recíproco, nos hará que desaparezcan de la faz de la tierra todos los egoísmos reinantes, que deben resolverse en diálogo sincero, reconduciéndonos a un orbe desprendido del miedo al terror. Sin ese espíritu solidario, consagrado en vivir y en dejar vivir, difícilmente vamos a poder llevar a cabo la misión de dar aliento, convirtiéndonos en un diabólico ahogo, por mucha tecnología digital que pongamos en práctica. Hace falta sentir los latidos que llevamos dentro, compartirlos y brindarlos con esa mirada del alma que solo es posible verla a corta distancia, pues aunque de manera muy desigual, nuestro orbe está interconectado y los dispositivos informáticos, pueden ser tan beneficiosos para el desarrollo como perniciosos para los derechos humanos. En todo caso, siempre nos quedará ese calor de un hogar familiar, capaz de acompañarnos y sostenernos, en este peregrinaje de sueños. Confiemos que con final feliz. corcoba@telefonica.net
Follow @laprimeraec